351. ¿Terminará enterrado bajo su propio peso?

Mayo 18, 2025
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Si a una la fastidian, a la otra la complican

Editorial del programa Razón de Estado número 351
 


A lo largo de la historia –esa vieja relatora de lecciones que nadie quiere escuchar– se confirma que todo imperio que se creyó eterno acabó, tarde o temprano, enterrado bajo su propio peso.

No cayeron por enemigos invencibles ni por eventos cósmicos. Cayeron por lo mismo que cae una casa mal cuidada: exceso de confianza, arrogancia, corrupción. Por olvidar que el poder no es propiedad sino préstamo.

Los ejemplos abundan, y la historia, generosa, los ofrece en bandeja de plata… o de mármol derrumbado.

Ahí está el Imperio Romano, ejemplo cumbre del esplendor que se arruina. No fue una invasión bárbara la que lo hizo caer, sino siglos de decadencia interna, emperadores que cambiaban como estaciones, una ciudadanía anestesiada con pan y circo, y un Estado que gastaba más en estatuas de sí mismo que en resolver sus males. Murió más por exceso de ego que por falta de espada.

Más tarde, el Imperio español, que conoció glorias y conquistas que aún retumban en las piedras de los siglos, también sembró su caída con desgobierno, deuda perpetua, guerras que no podía sostener, y una soberbia que confundió fe con destino.

Luego vino el Imperio británico, desangrado por dos guerras mundiales y el precio de gobernar más por intereses que con justicia. Su caída fue silenciosa, como una lenta rendición.

Le siguió el Imperio soviético, monumento al control total, que cayó por el agotamiento moral y económico de un sistema que prometía igualdad mientras repartía miseria. Su arrogancia ideológica, su burocracia ciega y su represión sistemática cavaron su tumba. Cuando la verdad se hizo pública, el muro no resistió.

¿Y qué decir del presente?

Vivimos en un mundo donde algunos, con traje moderno y sonrisa de algoritmo, aún creen que pueden imponer reglas, extender su influencia sin resistencia y dominar el tablero sin consecuencias. Pero la historia no es tonta. La soberbia imperial – de antes y de ahora – lleva en sí misma el germen de su propia destrucción.

Todo imperio militar, económico, ideológico o tecnológico que no escucha, que no corrige, que no duda, que no es capaz de renovarse desde dentro está condenado.

La historia no perdona a los arrogantes, los retrata con claridad y los entierra con precisión. No es pesimismo, es realismo con siglos de respaldo.

Cuando los poderosos se creen infalibles, cuando confunden fuerza con derecho, cuando dejan de hacerse preguntas, el principio del fin ya ha comenzado. Y aunque la caída no siempre es rápida, es siempre inevitable. Y cuando llegue – porque llegará – la historia hará lo que siempre ha hecho: pasará la página, sacudirá el polvo y volverá a empezar. Con otros nombres, otras banderas… y, ojalá, con menos soberbia.

 

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