
Editorial del programa 361 de Razón de Estado
Hay enfermedades del alma nacional que no se curan con decretos ni con promesas de campaña. Hay pestes cívicas que, como la mugre en los muros viejos, contaminan hasta que ya no queda muro, ni casa, ni república que resista. Una de ellas es la corrupción, ese veneno que roba la esperanza al pueblo y destruye la fe en el porvenir.
En Iberoamérica, son cada vez más los países que han construido su sistema político para delinquir desde el poder. Ya no basta que un político robe. Ahora se redactan leyes a medida del ladrón, se manipulan fiscales, se colonizan cortes y se convierte a la justicia en cómplice del delito.
Como teatro de sombras, los mismos que juran servir al pueblo son, en realidad, empleados del crimen. Y el pueblo, decepcionado, mira con rabia cómo los impunes desfilan en televisión con sonrisas de actor y discurso de redentor. La democracia, ese pacto entre desiguales que se respetan, se convierte así en una farsa con urnas.
El drama de nuestras sociedades no es la falta de ideales, sino la mediocridad de sus élites. Y entre las formas de mediocridad, la más perversa es la del corrupto cínico: ese que sabe que delinque, pero presume por hacerlo con aplauso y con presupuesto.
La corrupción desmoraliza al ciudadano, lo aleja de la cosa pública, lo encierra en la desconfianza. Y cuando la mayoría decente se retira, la minoría indecente ocupa el poder con absoluta impunidad. Así es como las repúblicas caen: no con balas, sino con indiferencia.
Peor aún, donde el político corrupto no encuentra castigo, el narcotráfico y el crimen organizado encuentran oportunidad. Las mafias no necesitan inventar el sistema: lo compran hecho y colocan sicarios en los márgenes del Estado criminal en formación.
En América Latina, tenemos diputados, alcaldes y presidentes que fueron financiados por la corrupción y los carteles; de allí vienen las autoridades que entregan la policía al narco y legislan desde la nómina de organizaciones criminales.
No lo decimos con gusto, lo decimos con urgencia: el crimen ya no solo amenaza al Estado, lo ha infiltrado, lo manipula, lo gobierna.
Sin embargo, nos queda la última trinchera: la que no se compra ni se corrompe, el ciudadano consciente, valiente y presente. El que no se calla, el que no se vende; el ciudadano que no se resigna, el que sabe que, mientras tenga libertad, podrá seguir luchando por la democracia y la justicia.