Editorial del programa 375 de Razón de Estado
En la historia de los pueblos hay momentos en que el reloj parece moverse más lento, como si el tiempo, cansado del abuso, espera ver caer al tirano.
Así ocurre hoy en Colombia, con Gustavo Petro, quien, habiendo llegado al poder con mentiras, dinero sucio y ambición desmedida, agoniza en las últimas horas de su mandato. No quiere irse. No sabe hacerlo. Porque quien nació del crimen, la corrupción y el narcotráfico, no entiende la democracia como un pacto de alternancia, sino como botín que solo se entrega por la fuerza.
El origen de Petro es la sombra; su escuela, la violencia; su credo, el engaño. Llegó mintiendo, prometiendo redención a los pobres, mientras se arrodilla ante los capos que financiaron su campaña.
Transformó el Estado en una guarida de leales y cómplices, y, desde allí, persiguió con saña de cobarde a todo aquel que osara decir la verdad: periodistas, jueces, expresidentes, opositores. Todos han sido víctimas de su miedo, pues no hay peor verdugo que el que teme ser juzgado.
Ignorante, vulgar, resentido, convencido de que la historia empieza y termina con su nombre, Petro es un farsante con capa de libertador, más preocupado por el aplauso de los suyos que por el bien de su patria.
Hoy, expuesto ante el mundo, señalado por Estados Unidos como facilitador del narcotráfico, el autócrata busca su última jugada. Pretende convocar una Constituyente para perpetuarse en el poder, siguiendo el camino maldito del chavismo.
Petro no ha aprendido nada de la historia, ni de la miseria que el socialismo sembró en Venezuela: pobreza, exilio, hambre, miedo. Cree que, cambiando la Constitución, podrá escapar del juicio de su pueblo.
Mientras Petro manipula leyes, compra voluntades y amenaza a quienes disienten, el país que mal gobierna se hunde en corrupción, impunidad y miseria. Ese es su legado. Petro no entiende que las constituciones no se escriben para esconder delitos, sino para proteger libertades. Intenta borrar los límites del poder, pero no podrá detener la verdad. Podrá perseguir a sus críticos, pero no silenciar la memoria.
Solo queda esperar, pero los colombianos deben despertar para que la noche de este impostor llegue a su fin. Que se apague, por fin, la voz del crimen disfrazado de gobierno.
Cuando Petro se vaya, América Latina podrá decir, con alivio y con justicia: ha caído uno más. Y con él, se ha ido otro enemigo de la libertad.