
Discurso de Dionisio Gutiérrez en el VI Encuentro Ciudadano, celebrado en el Teatro Campoamor, Oviedo, el 22 de mayo de 2025.

Vivimos una época que amenaza con disolver las formas políticas que, con sangre y fuego, construyeron el mundo libre en el siglo XX. Asistimos al retorno de un fenómeno que muchos creímos superado: la creciente seducción del populismo y del autoritarismo, que se propagan como una fiebre, incluso en naciones que se creyeron inmunes por el solo hecho de pertenecer al hemisferio occidental.
Esta regresión no es, como algunos pretenden, un accidente temporal o una nota marginal en los periódicos. Es un síntoma profundo, estructural, de una crisis de civilización.
El populismo ―esa deformación sentimental de la política― se presenta como una respuesta simple a problemas complejos. Y el autoritarismo, su hermano mayor, aprovecha ese clima emocional para consolidar formas de poder que desprecian los procedimientos, anulan los contrapoderes y degradan la libertad individual.
Los efectos están a la vista: se destruye la economía, se persigue la disidencia, se erosiona la independencia judicial, se controla la información y se convierte al ciudadano en súbdito sin que este apenas lo note.
En nombre del pueblo, se suprime al pueblo. En nombre de la patria, se la vacía de sentido. Y, en nombre de la seguridad, se renuncia al derecho. Si uno protesta, es traidor; si pregunta, enemigo, y si calla, cómplice. Así se vive hoy en muchas tierras que se dicen libres, pero que huelen a encierro.
En una encrucijada del tiempo, dejamos de cuidar nuestra libertad; permitimos que las promesas se convirtieran en mentiras, que las democracias se transformaran en espectáculos vacíos, y que las instituciones fueran tomadas por matones, oportunistas y delincuentes.
En América Latina, la libertad es una palabra herida. La opresión disfrazada de autoridad legitima los abusos. Y los pactos oscuros entre políticos inútiles asfixian la esperanza.
En América Latina, vivimos la falsa libertad de los déspotas, pues la deforman para imponer ideologías, violar leyes, someter instituciones y asfixiar el disenso.
El narcotráfico y la corrupción, con su insaciable voracidad, han prostituido los valores de la democracia institucional al mismo tiempo que los pueblos ven desvanecer su derecho a elegir, a disentir, a soñar.
El tiro de gracia llega cuando las mafias políticas secuestran la justicia y la convierten en espada, parcial, arbitraria y cómplice de la impunidad.
Otro de los dramas de nuestro tiempo es que el subdesarrollo político que padece América Latina, el peor de los subdesarrollos, ya no es solo desventura del tercer mundo. Como epidemia, está alcanzando al primero. Y así, naciones que debieran ser hoy buques insignias y faros de luz del mundo libre están siendo gobernadas por capitostes arrogantes, inútiles y autoritarios.
La pregunta, entonces, es inevitable: ¿cómo hemos llegado aquí?
Parte de la respuesta está en la retirada de las élites. Las élites intelectuales, culturales y económicas han desertado de la política. Han renunciado a pensar el destino común y se han refugiado en el confort de sus intereses particulares.
Su menosprecio hacia lo político ha dejado un vacío que ha sido llenado por delincuentes y demagogos de toda índole.
La política no es juego de niños ni pasatiempo de nobles aburridos. Es arte serio, oficio duro y deber sagrado. Y si quienes más tienen, o mejor podrían, no se involucran en rescatarla, serán los que menos saben y más gritan quienes la tomarán por la fuerza. Por eso, no basta con señalar a quienes gritan; hay que hablar también de quienes callan.
Las élites, en lugar de conducir, han preferido aislarse. En lugar de comprometerse, han elegido observar. Se han ido a sus torres de marfil, han cerrado los balcones y miran la tormenta como si no les fuera a alcanzar. Ellos, que podrían haber pensado caminos, han preferido renunciar. Ellos, que debían poner el pecho, han puesto excusas.
No hay política sin élite responsable, como no hay cultura sin pensamiento. Una sociedad que permite que sus mejores talentos ignoren la cosa pública está condenada a ser gobernada por los peores. Y eso es, precisamente, lo que estamos viviendo con la aparición de liderazgos vociferantes, mesiánicos, cuya principal habilidad es convertir el resentimiento en programa y la mentira en consigna.
La élite ausente es la figura trágica de nuestro tiempo. Abandonaron la política. Por eso, la democracia está huérfana y la libertad en peligro.
Hoy vemos intelectuales que eligen el silencio cómodo antes que la palabra incómoda. Empresarios que prefieren pactar con el poder y financiar sus mentiras antes que construir instituciones independientes y promover la formación de una nueva clase dirigente. Hoy vemos ciudadanos que se lavan las manos con la excusa de que "la política está podrida".
Frente a esto, urge un despertar cívico, ético y político. No podemos seguir considerando la libertad como un hecho dado. Hay que reconquistarla, reformularla, defenderla.
La democracia no es simplemente un procedimiento electoral, es una forma de vida que exige instituciones, ciudadanía crítica y una élite dispuesta a asumir la nobleza de gobernar sin miedo y sin cinismo, con honor y honradez.
Cuando la política se abandona, no desaparece, se deforma. Y cuando la libertad se descuida, se pierde.

Los nuevos autoritarismos no dan golpes de Estado. Hoy llegan por los votos. Pero no nos engañemos, una elección no hace una democracia. La democracia es frágil, y no se sostiene sin instituciones fuertes; sin división de poderes; sin libertad de prensa; sin disidencia respetada y respetable, sin justicia independiente.
Cuando se pierden esos pilares, no importa cuánto aplauda la plaza: lo que queda ya no es democracia.
Los viejos estamos atrapados en nuestras derrotas o victorias pasadas, en nuestros egos y frustraciones. Los jóvenes están atrapados en un presente que no ofrece futuro.
Es allí cuando los pueblos, buscando salvadores, eligen charlatanes; y mientras las élites ven para otro lado, surgen los tiranos, a la sombra de su indiferencia.
La política, señores, no es un juego sucio por naturaleza. Es un espejo de quienes la ejercen… y de quienes la abandonan.
Rescatar la política es la misión más importante de nuestro tiempo.
Los pueblos no se salvan solo con discursos, ni con quejas, ni con diagnósticos brillantes. Se salvan con coraje, con ideas y con una voluntad política que no se deje doblegar por el aplauso fácil ni por el cálculo pequeño.
Estamos en una encrucijada. Podemos seguir dejando que el grito reemplace al pensamiento, que el resentimiento sustituya al proyecto, que la bronca sea programa de gobierno. O podemos recordar que la democracia exige más que votos. Exige virtud. Exige que quienes pueden pensar, piensen. Que quienes pueden hablar, hablen. Que quienes pueden actuar, lo hagan.
Si no rescatamos la política, no habrá libertad que la aguante. Y si no defendemos la libertad, no habrá vida digna que resistir.
No basta con decir “esto va mal”. Hay que tener el valor de imaginar algo mejor. Y ese, señoras y señores, sigue siendo el único camino.
Las naciones sin proyecto, sin idea de sí mismas, están condenadas a seguir proyectos ajenos. Si nosotros no imaginamos el futuro de Iberoamérica, otros lo imaginarán por nosotros. Y lo harán sin nosotros.
Lo que necesita Iberoamérica no es nostalgia. No es mirar al pasado en busca de consuelo. Lo que necesita es un nuevo ideal compartido, un proyecto común que una a nuestros pueblos por lo que aún podemos construir juntos.
Necesitamos valores, sí, pero también necesitamos imaginación. Necesitamos que la política no sea solo administración del desencanto, sino arquitectura de esperanza.
Y eso exige algo más difícil que dinero o poder: exige coraje intelectual. Coraje para proponer ideas nuevas. Coraje para defender la libertad económica, incluso cuando no está de moda. Coraje para unir, donde tantos se empeñan en dividir.
El mundo, que gira sin tregua y con poca vergüenza, ha llegado a una estación extraña. Los valores que un día dieron honra y desarrollo a Occidente ―la libertad del hombre, el gobierno por leyes y la noble causa de la democracia liberal― andan hoy maltrechos, como armaduras viejas que ya nadie quiere pulir.
Es cierto que las democracias iberoamericanas han sido golpeadas por oleadas de desilusión, por el desgaste institucional y por una profunda fatiga cultural; pero Iberoamérica necesita dejar de definirse por lo que llegó a ser y comenzar a proyectarse como lo que puede ser, un espacio de civilización que comparte lengua, historia, cultura, valores, y, sobre todo, destino.
Si la vida debe ser una escalera, de la ignorancia al conocimiento, de la cobardía al coraje, de la opresión a la autonomía, de la pobreza a la prosperidad y de la desesperanza a la fe en un futuro mejor, qué mejor que esa escalera lleve por nombre Iberoamérica.
Y así, con la mirada puesta en el horizonte y los pies firmes en esta tierra común que compartimos, les digo: no es hora de lamentar, sino de construir. La historia ha querido que vivamos tiempos difíciles, pero también nos ha entregado el privilegio de ser quienes imaginan lo que vendrá.
Ofreciendo nuestro granito de arena, desde esta fundación, anunciamos hoy con ilusión, esperanza y determinación la creación de un foro académico permanente, un espacio vivo donde las ideas se encuentren, se debatan y se transformen en propuestas que construyan realidades.
Aspiramos a que este foro académico sea faro en la tormenta, mesa de diálogo y taller de imaginación. Que en él se siembre el futuro con la luz de las ideas de la libertad y se cultive una nueva manera de entender Iberoamérica, no como suma de nostalgias, sino como comunidad de destino.
A pesar del ruido, del desencanto y de los profetas del miedo, afirmamos con voz serena que sí hay futuro. Y está en nuestras manos. Porque donde haya personas dispuestas a pensar, a dialogar y a actuar con nobleza, la esperanza no muere. Solo empieza a despertar.
Iberoamérica necesita una conversación continua, rigurosa y comprometida con su porvenir. Y, sobre todo, necesita formar a una nueva generación de dirigentes, tecnócratas y estadistas que no solo quieran ser parte del cambio, sino que estén preparados para liderarlo con ideas claras, principios firmes y visión de largo aliento.
Iberoamérica necesita una nueva generación de políticos que comprendan que gobernar no es administrar, sino servir; que la política no es espectáculo, sino destino compartido, y que el poder, sin virtud, es solo ruido.
Iberoamérica necesita, hoy más que nunca, tecnócratas con alma, dirigentes con causa, estadistas con valores y ciudadanos presentes y dispuestos a defender su libertad, a cualquier costo.
Iberoamérica necesita, hoy más que nunca, artesanos del porvenir. Y esto, señoras y señores, es rescatar la política.

