382 and 383. Dionisio Gutiérrez: I Lost My Best Friend

December 15, 2025
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382 y 383. Dionisio Gutiérrez: Perdí a mi mejor amigo

Editorial del programa 382 y 383 de Razón de Estado


Este año perdí a mi mejor amigo. Y una madre perdió a su hijo. 

La vida me concedió unos minutos para despedirme cuando él ya estaba sin vida. Si mi dolor es grande, apenas puedo imaginar el de su madre; una entre tantas madres que este año vieron apagarse una luz que no volverá.

El destino, la violencia, las guerras se han llevado demasiados hijos, dando golpes que nos dejan desnudos ante la fragilidad de la vida.

La pérdida de un hijo es la ausencia repentina de un pedazo del alma. En ese momento, la realidad se vuelve silencio. El corazón, desierto. La mente no razona; solo siente. Pero en ese abismo que parece final, comienza el lento camino del renacimiento. No hay palabra ni consuelo que alcance, pero la pérdida no destruye el amor, lo purifica. 

El sufrimiento, cuando no nos vence, nos despierta. Mirar al dolor de frente asegura que después de una noche oscura vendrá el amanecer. 

Perder un hijo enseña la magnitud del amor, la pequeñez de nuestras quejas y la falsedad de las urgencias cotidianas.

El dolor, vivido con conciencia, se vuelve maestro. Nos enseña humildad, compasión y ternura. Nos recuerda que cada día es un regalo, que cada abrazo puede ser el último, y que la vida, incluso herida, sigue siendo sagrada.

Después de la pérdida, nada vuelve a ser igual, pero uno mismo puede ser mejor. Más humano, más profundo, más capaz de acompañar. Quien ha amado y perdido, quien ha llorado hasta vaciarse, sabe que la vida no se mide en años, sino en impactos.

El sufrimiento nos lastima, pero también nos limpia. Arranca el ego, disuelve la soberbia y nos deja con la pureza de un corazón que vuelve a aprender a latir.

El duelo es largo; no debe apresurarse. Es un bosque espeso que se cruza paso a paso. Al principio solo hay sombras, pero un día, sin saber cómo, el aire cambia. Se escucha una voz, un recuerdo, una sonrisa. Y se comprende que solo perdimos una forma del amor; porque el amor verdadero no muere, se transforma en presencia invisible, en energía que sostiene, en impulso que motiva a vivir con más sentido.

El dolor extremo nos hace más plenos. La herida no se borra, pero se vuelve fuente de luz. El alma rota aprende a mirar con otros ojos, a valorar lo pequeño, a agradecer lo que antes pasaba inadvertido.

En la fragilidad hallamos fortaleza; en la pérdida, plenitud; en la muerte, afirmación de vida. Porque incluso las derrotas del corazón pueden ser victorias del espíritu. La tristeza no se niega, se habita, se honra, se trasciende. 

Y quien ha tocado fondo en el dolor y ha decidido no rendirse, se convierte en testimonio vivo de que la felicidad no está en evitar el sufrimiento, sino en transformarlo.

Solo quienes aman hasta el límite, como una madre, entienden que el cielo está más cerca de la tierra de lo que imaginamos.

 

 

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