
Editorial del programa 370 de Razón de Estado
Cuando un gobernante es incompetente, corrupto y cómplice de grupos criminales, no es simplemente un mal administrador: es el sepulturero de la democracia; es quien hace la diferencia entre vivir en un Estado de derecho o en una república secuestrada.
Cuando la mediocridad llega al poder, el resultado es un gobierno sin rumbo, incapaz de ofrecer soluciones o de anticipar las crisis.
La incompetencia genera improvisación, y la improvisación se paga caro: hospitales sin medicinas, escuelas sin maestros, calles sin seguridad, economías sin crecimiento. Y en medio de ese vacío, la ciudadanía pierde confianza y la desesperación se convierte en tierra fértil para el populismo autoritario.
Así están México con Morena, Colombia con el mamarracho de Petro, Bolivia con Arce y tantos otros con la farsa de gobiernos que tienen. América Latina está atrapada en el subdesarrollo y la violencia porque la corrupción degrada la libertad hasta convertirla en mercancía.
Un gobernante corrupto roba más que dinero: roba el sentido mismo de la justicia. Manipula contratos, compra conciencias, vende impunidad y transforma el Estado en un mercado negro donde todo tiene precio. La corrupción es el camino más corto hacia el cinismo social, y por el que la gente deja de creer en las instituciones y en la democracia.
Cuando a la incompetencia y la corrupción se suma la complicidad con grupos criminales, lo que surge no es un gobierno débil: es un Estado criminal, como Venezuela y otros que siguen sus pasos, donde el narcotráfico dicta leyes, las mafias tienen asiento en el gabinete, la justicia persigue a inocentes y absuelve a culpables. Esta es la peor de las traiciones, porque convierte al ciudadano en rehén de quienes debieran protegerlo.
Sin democracia, sin división de poderes o Estado de derecho, no hay libertades civiles. Sin libertades, no hay desarrollo ni inversión. Sin desarrollo, el futuro se convierte en un desierto sin oportunidades.
Ahora bien, los pueblos que despiertan, que participan y que se defienden son los que construyen su propio destino. Los ciudadanos que actúan con dignidad, que levantan su voz para exigir cuentas, a la vez que cumplen con sus deberes, son quienes recuperan el poder que nunca se les debió arrebatar.
Por eso importa que al gobernante que pacta con el crimen se le quite la máscara; que el corrupto sea expuesto y juzgado, y el incompetente, apartado del cargo.
Cuando los pueblos encuentran el coraje para actuar y exigir, la historia se escribe con la tinta luminosa de la libertad.